viernes, 15 de noviembre de 2013

Vivir a la sombra de una estatua


Te odio pero te quiero, te necesito pero te rechazo. Si los habitantes de isla de Pascua pudieran elegir una frase para cada pasajero que aterriza allí, postularían la fórmula de “las tres v”: vengan, vean y váyanse.

Esa puerta de vidrio separa el aeropuerto del resto de la isla pero también divide dos climas. Adentro, calor agradable y silencio protocolar; afuera, humedad sofocante y jolgorio total. Los locales se zambullen encima de los recién llegados para adornarlos con flores y ofrecerles frutas arrancadas de esa misma tierra. Les cantan, bailan y revolotean. Me parece lógico que esa puesta en escena tenga un precio y me detengo a esperar el momento del cobro pero me equivoco: la fiesta es solo para los nativos que están volviendo a casa, no incluye turistas. Entonces veo la primera señal.

Isla de Pascua es sinónimo de moais; estatuas de piedra se dibujan en mi mente cada vez que me hablan de ese lugar. Los busco desde el avión, a ver si sobresalen en ese paisaje verde puro y turquesa nunca visto. Los imagino en cada esquina, en cada foto y en cada souvenir de la isla. Son la prueba viviente de una cultura ancestral y mitológica y hoy son la clave por la que el turismo es la principal fuente de ingresos pascuenses.

Bastan cinco minutos para comprobar los estereotipos que rodean isla de Pascua (y todas las islas, en general). Pero a estos comportamientos les siguen otros que no conozco ni espero. La isla tiene algo de bipolar.

Vengan

De camino a la cantera de mayor concentración de moais de la isla, nos topamos con cuatro de ellos, que están adentro de una casa, como si fueran un adorno familiar. Me resultan viejos conocidos. Los he visto en tantas fotos que no los descubro, los compruebo. Tienen un gesto dulce y parece que la lluvia les ablandó las facciones.

Moai significa ‘escultura’ en rapanui, idioma local, y bajo esta denominación están incluidas diferentes estatuas compuestas de roca volcánica que pueden medir hasta 26 metros y pesar hasta 80 toneladas, sin por eso dejar de inspirar ternura. Los relatos cuentan que fueron talladas como homenajes a los antepasados, con la ilusión de que desplegaran sus poderes sobre su descendencia. Sin embargo, a la debilidad de la transmisión oral de la historia se suma que isla de Pascua es el lugar habitado más aislado del mundo, y el resultado es una verdad más supeditada al mito y la suposición que al conocimiento de los hechos.
 
Se sabe a ciencia cierta que allí hay poco menos de 1.000 moais y que casi 400 están en las laderas del cráter Rano Raraku, donde originalmente se tallaban los monumentos. Es un hecho que los desplazaban luego de terminados porque están por toda la isla pero no hay certezas sobre cómo lo hacían, más allá de que diferentes grupos de arqueólogos intentaron emular los traslados. Es una suposición bastante firme que se dejaron de construir de repente (hay muchos moais sin terminar) y la razón que llevó a ese corte abrupto es menos convincente pero es la que cuenta con mayor aprobación: la ambición de los hombres llevó a que cada uno quisiera un moai más grande que el del otro y como la construcción se pagaba con alimentos, los pobladores vieron amenazadas sus reservas, se opusieron a que esta tradición continuara, provocaron una guerra civil y nunca más moais. Los que quedan son para exhibición. Y hay muchos. En un lado, porque están como quedaron, en otro porque fueron restaurados, por allá porque tienen ojos y por acá porque miran al sol. Los mapas de la isla no señalizan las playas con dibujos de sombrillas ni indican dónde están las oficinas de información turística, solamente distinguen caminos asfaltados o de tierra y presencia de moais. Las laderas del cráter muestran una mezcla de rocas y vegetación que camufla las esculturas pero a medida que me acerco al lugar empiezo a distinguir los tallados. Ya adentro del parque arqueológico, aparece un señor de alrededor de 50 años, con varios collares indígenas en su cuello, con una especie de casco con plumas de colores que combinan, además, con el decorado de la lanza que lleva en su mano derecha. Un aborigen, deduzco. Pero lleva también lentes de sol, reloj, jeans y botas de cuero todoterreno. Aggiornado, agrego.

Vean

Isla de Pascua huele a tierra húmeda y pasto cortado: a naturaleza viva. Ciento sesenta kilómetros cuadrados de isla casi virgen, intervenida por el hombre en la menor medida posible. Hay algunos caminos asfaltados pero no es raro que sus tramos se corten de forma abrupta y el mundo se divida entre los que tienen 4x4 y los que tienen que girar en “U”. Igual, me las ingenio para perderme alguna vez. Y es humillante porque al pedir ayuda solo hay espacio para dos respuestas: “seguí” o “volvé” por la calle principal.

Alquilo un auto para recorrer la isla en la empresa de Sergio Rojas, alias El Rojita. Cuando llego a su local le digo que su reputación en internet es perfecta y se ríe, pero queda claro que el mundo virtual no es su favorito. Por su piel blanca, su vestir veraniego pero elegante y sus nociones empresariales asumo que no es un nativo. Más tarde, comprobaré que nació en Chile continental, que fue de los primeros en alquilar vehículos en la isla. Fue el primero en varias cosas y, por eso, tiene varias empresas en su lugar de residencia. El Rojita me ofrece un mapa actualizado a ese momento, en el que se indican los caminos que la lluvia impide utilizar. Mi suerte es la del promedio, porque el barro me clausura un tercio de las atracciones. Igual, me alcanzará para ver cientos de moais, para andar unos minutos a paso de hombre porque la ruta está tomada por caballos y para percibir, más allá de la pequeñez del lugar, distintas zonas: el campo, el nocampo y la zona turística.

La mayoría de los aborígenes viven en chozas con techos de chapa y no se plantean dejar de caminar descalzos. Al rato de empezar a trabajar, una costra de barro cubre sus pies y quizá por eso, pisan lo que se ponga en su camino, sin miedo. La costa turística tiene lindas casas de veraneo, hoteles cinco estrellas y clubes de buceo pero, sobre todo, es reconocible porque hay más gente en las calles, más movimiento, más ruido. Nada llamativo, hasta que se lo compara con el desierto pascuense que, además de tener poco más de cinco mil habitantes, parece haberlos elegido bien silenciosos.

Mis ideas preconcebidas sobre la forma de vida en una isla se comprueban a cada minuto. El aeropuerto es sorprendentemente chico y todo de madera; algo así como un gran bungalow. El sector de arribos y el de partidas casi no están separados. Parece que alguien serio y ordenado le pidió a gente con espíritu isleño que hiciera un aeropuerto internacional y la mezcla está a la vista de todos. 

Casi todos llevan flores detrás de la oreja y la camisa hawaiana parece ser el uniforme de los que no tienen uno definido. Sale música de algún lado, los lugareños están tocando el ukelele (guitarra pequeña de cuatro cuerdas, típica del lugar) y predomina el buen humor. Clima tropical: calor, humedad, bermudas en pleno julio y lluvia finita de a ratos. Caras de preocupación, ninguna. Ni siquiera las del personal de LAN, que anuncia el atraso de mi vuelo como si nada y su tranquilidad me contagia y anula cualquier esbozo de queja. El rótulo de lugar paradisíaco también era acertado. Anakena, la playa de arena blanca y agua tan turquesa que parece photoshopeada está antecedida por una cortina de palmeras y los omnipresentes moais. La idea era almorzar en el parador pero la lluvia hizo que ni siquiera lo abrieran. Los habitantes del paraíso no entienden mucho de aprovechar el turismo para ganar plata.

Sin embargo, los precios son infernales. La lejanía absoluta y la pequeñez de la isla impiden la existencia de muchos productos nacionales. Casi todo es importado de Chile continental y la escasez de mercadería se nota en los precios. Una pizza, 30 dólares. Jamón para un sándwich, no queda. Coca Cola, obvio que sí.


Estoy en el ombligo del mundo. Este lugar, antes de ser conocido como isla de Pascua o Rapa Nui, era “Te pito o te henua”, que significa “El ombligo de la Tierra” en idioma rapanui. Y esa condición también se nota. Algunos aprovechan la lejanía para estar al margen de todo y disfrutan de la vida. Un ejemplo de eso es la señora que me cruzo en la playa. Sonriente, gordita y con cara de buena, accede a sacarme una foto pero en la imagen me deja medio cuerpo afuera. Mientras me acerco a agarrar la cámara, unos nativos pasan por ahí y le gritan algo en rapanui. Ella suelta una carcajada, me abraza y los mira.

Entiendo que el chiste era algo así como que se consiguió novio. Ella es la responsable de que el parador esté cerrado. Aunque está ahí y sus nietos corretean alrededor de las sillas, hoy no abrió porque no habrá querido.

Otros se irritan por estar tan lejos, tan desatendidos. Les molesta que el foco les pase cerca pero nunca los apunte. Los que llegan a isla de Pascua se sacan fotos de todo tipo con los distintos moais y ninguna con los lugareños. Los locales no se sienten chilenos y muchos hasta prefieren llamarse rapanui. Este hermoso retazo de mundo que queda entre el océano Pacífico y la mitad de la nada es testigo de una relación patológica entre nativos y foráneos.

Y váyanse

Llego a Ahu Tongariki con la idea de ver los moais más emblemáticos de la isla. Son 15, están restaurados y constituyen la postal de la isla. En la entrada del sitio hay un molinete destartalado. El acceso es gratuito y el aparato no parece contar los ingresos, así que no entiendo su función. A su lado, un metro más adentro, un hombre de unos 30 años viste ropas típicas, una lanza y cuenta una historia. Lo escucho y, mientras habla, le saco una foto. Deja su historia por un segundo y empieza con un sermón dedicado exclusivamente a mí. Básicamente, que borre la foto y no le saque más. 

Ahora en el Tahai, saco la cámara y se complica. Estoy en un lugar exquisito para contemplar un atardecer pero si me enfoco en ellos, la situación dista mucho de ser perfecta. Como animales salvajes que confunden un teleobjetivo con una ametralladora y huyen despavoridos o atacan, los rapanui se irritan con las fotografías.

Después de varias horas de charlar y tocar la guitarra con cinco nativos, no me animo a pedirles una foto de todos juntos. Quiero filmar el encuentro porque es maravilloso y lo hago a escondidas porque no puedo hacerles entender que la diferencia entre retratarlos y mirarlos como si fueran extraterrestres.

–¿Tenés porro? –preguntó el peludo.
–No –confesé.
–Entonces mira para otro lado.

Así comenzó la charla con estos rapanui. Pero después llegaron la guitarra y el cajón peruano y ablandaron todo. Estaban entonados por el vino y cantaron varios temas. La palabra rapanui se escuchó muchas veces y es lógico, porque su música es puro relato histórico de tradiciones, sueños y dolores.

Entre canción y canción, me pidieron que les comprara vino, hicieron chistes en su idioma que tenían pinta de ser sobre los turistas y su adulación por los moais, pero también hicieron catarsis. Noté que la isla no precisa países limítrofes para tener problemas con vecinos. Unas horas antes, en plena ciudad, había leído un cartel que rezaba: “Para el conocimiento internacional: Rapa Nui jamás cedió su soberanía a Chile”, pero no sospeché que la independencia y el rechazo a la inmigración fueran los temas de cabecera de los isleños.

El portavoz de la idea independista en ese círculo es un morocho pelilargo con algunas canas y piel morena. Habla de una ley de inmigración y despotrica contra el sistema. Dice que los chilenos les sacan el trabajo a los rapanui y cuando mencionan pueblos amigos se refieren a “los hermanos de arriba”, que son los aborígenes polinésicos de Nueva Zelanda y Tahití. No me convence del todo el argumento independentista y encuentro en la esposa de El Rojita una fuente interesante. Ya devolví el auto y, mientras su marido mueve todo lo necesario para cerrar, ella está apoltronada sobre una silla que se presta para no hacer nada. Le comento sobre la visión de los locales. Entonces, se acomoda y representa la otra campana. Dice que Chile desvía muchos impuestos hacia la isla para que no se mueran de hambre y que no tienen idea de cómo estaría el lugar si no fuera porque lo administra Chile. Deja entrever que la mayoría de las empresas son de dueños chilenos porque los nativos no están hechos para trabajar, cumplir horarios ni dar un plus.

Unos minutos más tarde, como preparado, aparece la hija de El Rojita con un niño de menos de 3 años. Lo tuvo con su pareja, un rapanui de pura cepa. Su sonrisa y su existencia desdramatizan el conflicto que me pintaron.

Isla de Pascua es testaruda. Cuando termino de recorrer su pequeño territorio me llevo una impresión clara y contundente del lugar y sus gentes, de su aroma y sus ruidos; pero todo se desvanece. Despego con una lista de conclusiones firmes pero cada paso las debilita y las convierte en vanas conjeturas. Otra vez, la utopía falseada por la realidad. Una vez más, un viaje que disfruta de esa búsqueda confusa, otro coqueteo fugaz con la idea de que existe la verdad, no para alcanzarla, sino para gozar del camino que lleva a su conquista. Por paradójica y contradictoria, por sencilla y por histérica, por humana, por real, isla de Pascua me enamora.
 
Los protagonistas inmóviles

Los moais son el centro de Isla de Pascua y la construcción de estos tótems evolucionó con los años. Los cambios se notan en los tamaños, el realismo, las posturas, la existencia de sombreros y ojos pintados, entre otros detalles. Lo único incambiado es que siempre están elevados sobre una plataforma y con la cara hacia el interior de la isla. 

Datos:

El idioma rapanui es una mezcla de francés, inglés, tahitiano, hebreo y latín. Lo hablan menos de 2.500 personas en el mundo y utiliza solamente 14 letras.

Isla de Pascua recibe su nombre debido a que la primera expedición conocida hacia la isla se realizó en un domingo de Pascua, en 1722.
 
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