viernes, 19 de septiembre de 2014

Polinesia Francesa: las islas de la perfección

Las playas de la Polinesia Francesa, su gente y su forma de disfrutar la vida son inmejorables; las islas enamoran a primera vista. Afirmar que son el paraíso en la Tierra es injusto: es demasiado halago para el edén.

El aroma del océano. Eso siento cuando bajo del avión en la madrugada polinésica. Humedad y calor pesado, de esos que piden zambullida a cada rato. Caminar unos metros es sudar unos minutos y añorar la playa un poco más. Nada grave porque me pasa en Tahití, que sabe mucho del tema.

La Polinesia Francesa es un conjunto de cinco archipiélagos que suman decenas de islas. A cual más linda, sus diferencias son sutiles: algunas se postulan como el destino ideal para una luna de miel, otras se posicionan como las más remotas, y también están las que se ofrecen por cercanas y baratas (en comparación con el resto).

La isla principal es Tahití, la más grande y poblada de la zona. Incluso ahí, donde bancos, hipermercados y McDonald’s se encuentran por doquier, las posibilidades de alcanzar vistas maravillosas y descansar en playas descomunales son altísimas.

De todos modos, cuanto más lejos más fácil. Moorea, separada de Tahití por solo unos minutos de ferry, ya está lo suficientemente aislada como para permitir una relajación absoluta. Bajar la ansiedad y el estrés es casi obligatorio porque cuesta encontrar una actividad que difiera de ir a la playa para hacer nada. 

Cuando nuestra forma de pensar nos obliga a planificar actividades nos encontramos con propuestas como las de cruzar nadando a una isla cercana (aunque se puede hacer caminando porque el agua no pasa la cintura), bucear o subir un monte; no hay mucho más. La noche no es muy ruidosa y los hoteles son los que suelen impulsar las fiestas esporádicas. Ir a dormir temprano es una religión y despertarse con los gallos que cantan al amanecer, una rutina. La Polinesia te la hace fácil. Vos la elegís porque querés descansar y ella te toma la palabra. Después, en el camino, caés en la rosca del celular, del wifi y el consumo pero las islas saben lo que les pediste y te ayudan: casi no hay roaming con Sudamérica, conseguir internet es más difícil que caro (y eso que también es lo segundo) y sus principales atracciones son gratis.

Un turista, un amigo

Moorea es mi primer destino porque es la única isla a la que llego en ferry desde la capital. Viajo en ómnibus del aeropuerto al puerto y veo que los precios de servicios que son utilizados por locales no son llamativamente caros (los taxis sí) y además me percato de que todos tenemos una idea de cómo es la Polinesia Francesa, porque vimos películas ambientadas en Hawái. Con algunas diferencias, este conglomerado de erupciones volcánicas tiene mucho de la isla estadounidense.

Viajo en el ferry y al mismo tiempo que los pasajeros bajamos, unos trabajadores empujan dos carros de hierro con los equipajes, los abren y más nada: sin etiquetas ni maletero que alcance los bultos, cada uno se agarra lo suyo y confianza ciega. No hay caso, el espíritu isleño sigue vivo y me choca porque vengo de un continente, donde un negocio de cerraduras, rejas y alarmas es muy redituable. En la Polinesia ni siquiera existen. 

Subo al bus, que pasa por el camping donde reservé una cabaña, y le pido al chofer que me avise dónde bajar. Se olvida, se pasa y después se acuerda. No le importa, mete reversa, gira y me lleva —a mí y al resto de los pasajeros que bajaban en las siguientes paradas— hasta la entrada del hospedaje. Esto también es paradisíaco. Después me entero que el servicio de transporte en la Polinesia Francesa es privado y depende de las ganas de sus dueños. No hay tablas con horarios ni obligaciones para los prestadores; un día pasan y otro no; me tocó subir a uno que decía salir a las dos de la tarde pero eran las tres y seguíamos en la “terminal”. Horario isleño, cero apuro.

Mi cabaña es un cubo de madera con camas, algún estante y no mucho más. No precisa ser hermética porque el frío no existe ni tiene sentido que incluya algún lujo porque su principal tesoro está a unos pasos: la playa. Como isla que surgió de una erupción volcánica, su forma es la de una gran montaña y su calle principal emula su contorno pero a 30 metros del agua. Las casas se ubican a ambos lados de esta ruta por lo que ni siquiera el más desafortunado de los habitantes puede estar a más de media cuadra del océano.

Después de acomodar el jet lag y dedicar unos días a playa y más playa, me entero que un grupo de jóvenes, hospedados en el mismo alojamiento, está por ir a nadar con rayas y tiburones. Averiguo un poco acerca de la actividad y su precio, sobre todas las cosas; la Polinesia Francesa es un destino conocido por sus hoteles de lujo y está categorizado como un lugar caro. Sin embargo, me dicen que es gratis. Si no tengo patas de rana y esnórquel (algo que suena raro pero que no es inusual si vas a esta isla con algo de información previa) puedo alquilarlas por poca plata.

Comparto una canoa con un neozelandés que rema hace años de forma amateur y aporta mucho más que yo para llegar a destino, y alquilo un esnórquel. Un par de dólares, unos metros océano adentro y ahí están: decenas de rayas y tiburones. Las primeras se acercan a gran velocidad y frenan de golpe, como paralizadas, para que les acaricien la cara superior, que tiene una textura mitad pana mitad gelatina. Los segundos miden hasta un metro y medio, se los ve en menor cantidad y no se acercan a los humanos; igual se ven a la perfección y son tremendamente atractivos. 

Gratis. En un país que vive del turismo y en el que una noche de hotel puede valer hasta 900 dólares, esta actividad es gratis. Es cierto que se puede contratar un barco con guía, alimentos para atraer más animales y tanques de oxígeno para ir más profundo pero la opción gratuita también existe. El nosequé isleño también afecta la explotación turística, con ese toque bonachón, leal, de no abusar. Pregunto por qué no lo cobran y me responden que me equivoco de pregunta.

¿Por qué deberíamos cobrarlo?, me dicen.

Y encima, mientras camino del hostal al almacén, unos chicos me paran y me agradecen por visitar Tahití. La crisis del 2008 pegó fuerte en el número de arribos a las islas y la gente valora cada uno de los que elige la Polinesia Francesa.

Una de cine francés

Él nació en el sur de Francia hace 51 años pero después de pasear por varios países junto a su tabla de surf, decidió que quería vivir en Tahití. Es director de la filial francesa de una aseguradora y cada día se sube a su Harley Davidson para ir desde su casa en la montaña hasta su oficina. Su cuerpo es el de un señor que supo ser musculoso y que aún va al gimnasio un par de veces a la semana. Ella tiene 32. Nació en la Polinesia pero sus padres son de India y Etiopia. Trabaja en la televisión nacional y maneja un Mini Morris cero kilómetro. Bajita y de complexión delgada, su pelo y piel son africanos hasta la médula. Le interesa la política y argumenta con fuerza a favor de la autonomía de las islas respecto de Francia. Se queja de las pruebas nucleares que el país europeo realizó durante 26 años en la zona y tiene razón: los daños ambientales y humanos fueron considerables. Todos los jueves se junta con amigos, sin su pareja.

Eric y Sandirá podrían ser dos protagonistas de una película francesa, lenta e intensa a la vez, simpática y profunda. Pero son los dueños de la casa que alquilé en la capital y encarnan muchas de las características de los habitantes de esta colectividad de ultramar: desprejuiciados, amables y superserviciales.

Eric pasó a buscarme por la base de la montaña y me dijo que, si le caía bien, iba a llevarme a pasear por Tahití. La exigencia era protocolar porque después de una cerveza de bienvenida me avisó que no iría a trabajar al día siguiente para hacer el recorrido por la isla.

Tahití, que tiene forma de huella de pie, está dividida en la isla chica (al sur) y la grande (al norte). La recorrimos en un día. Eric estaba orgulloso de las tres cascadas porque es un territorio privado que es cuidado por los propios dueños del lugar pero está abierto al público como si se tratara de un parque nacional. Corrientes de agua caen por las rocas generando un estruendo que complementa el aroma natural de esa selva y los colores del bambú y musgo que abundan. Eric compra bananas en un pequeño puesto callejero.  Además, hicimos caminatas hasta diferentes cimas de montes desde las que hay vistas impresionantes, visitamos cuevas y playas de todo tipo: de arenas negras que existen debido a la acumulación de lava volcánica, de agua mansa, brava, con olas para principiantes, intermedios y expertos, incluida una playa que es sede de una fecha del torneo mundial de surf. Eric me explica que la costa este es más salvaje y no tiene la laguna que se forma por la barrera de coral, lo que impide un oleaje similar en las otras costas. Ahora, una señora está sentada en el pasto vendiendo agua de coco y Eric me convida uno.

El idioma oficial de las islas es el francés, aunque también se reconoce al tahitiano. La mayoría de los habitantes provenientes del país colonizador son retirados, que encontraron en la Polinesia un lugar hermoso en el que pueden hablar su idioma y hacer rendir mejor los euros que reciben por su jubilación o pensión. Inglés, poco y nada.

La amabilidad de los locales no es exclusiva de Moorea ni de la pareja dueña de mi alojamiento en Tahití. Mi medio de transporte preferido es el dedo y funciona muy bien. En el tiempo que estuve me levantaron trabajadores de hoteles, obreros agrícolas, padres de familia, policías, turistas y hasta un grupo de adultos que salía de un funeral. Muchos de ellos aclararon que no estaba permitido levantar gente que hace dedo y hasta pedían que me hiciera chiquito en la parte trasera de sus camionetas pero ninguno decía que no.

En la isla, fruto de la herencia colonial francesa, todos andan con su baguete bajo el brazo. Literalmente. Los lugareños la llevan sin bolsa y en cualquier lugar: desde apretada bajo la axila hasta apoyada en el asiento del acompañante del auto. También, como marca de la cultura aborigen presente en la zona, varios nativos son más tatuaje que piel. Y los tienen en todo el cuerpo, cara incluida.

Es cierto que una parte del espíritu isleño está ayudado por la infraestructura. Tahití tiene solo un par de semáforos y una sola autopista, aunque la ausencia absoluta de bocinazos, frenadas y choques responden a razones completamente culturales. 

La costa de Tahití es hermosa. Bien iluminada y con barcos de gran tamaño, ofrece una caminata muy linda que puede terminar en la plaza de comidas ambulante que se monta cada noche en el puerto y ofrece platos de todo el mundo. Es una tradición del lugar que Eric y Sandirá me invitan cumplir una noche.

Cuando vuelvo al aeropuerto, es momento de la despedida. Sé que los collares y flores son exclusivos para los lugareños y se usan como ofrendas al decir adiós. Los veo en todos lados pero siempre se entregan de parte de los nativos y solo hacia sus familiares; los turistas no juegan en ese partido. Sin embargo, antes de embarcar, mis anfitriones me dicen que soy bienvenido cuando quiera y me obsequian un collar celeste y blanco como señal de que soy uno más. Por lástima no lo soy. Juego a serlo unas semanas, trato de mantenerlo por un tiempo pero la rutina es un rival difícil y tiende a ganar con frecuencia. 

Negar que la vida se disfruta más cuando se lleva con ese estilo es, sencillamente, imposible. Ningún tahitiano se toma vacaciones para irse a una metrópolis y volver enloquecido de ansiedad. Sin embargo, muchos elegimos visitarlos para desenchufarnos y llevar, al menos por unos días, una rutina similar a la de muchos de sus habitantes.

Dato: El idioma oficial de las islas es el francés, aunque también se reconoce al tahitiano. La mayoría de los habitantes provenientes del país colonizador son retirados, que encontraron en la Polinesia un lugar hermoso en el que pueden hablar su idioma y hacer rendir mejor los euros que reciben por su jubilación o pensión. Inglés, poco y nada.

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